miércoles, 13 de mayo de 2015

Terror

La noche se extendía a través de la ventana. La oscuridad era la dueña de todo. De la habitación, de su cabeza. Sentía que un día nublado recorría su cuerpo tapándole el corazón y dejando el triste claro de su cabeza, de su mente. Una mente que jugaba con ella de la peor de las maneras.

De su mente escapaban monstruos tan grandes como el cielo. Le robaban la respiración, le dejaban sin aliento, le aceleraban el corazón y le paralizaban las cuerdas vocales para que no gritase, no pidiera auxilio. Y era tan real, tan veraz, tan palpable, que ella podía incluso describir a sus monstruos. Y eso aún le daba más miedo, pues ya no alcanzaba a distinguir la realidad. Así que, encendió la luz.

Como si de una niña pequeña se tratara quería correr en brazos de su madre para que la socorriera. Pero la edad le pedía temple, le rogaba fuerza y le suplicaba valentía. Con la luz encendida su mente le decía que era hora de echar a los monstruos de su cabeza, pero ella juraba incluso haberlos tocado.

Y se sentó frente al espejo. Y frente a ella misma escaparon más monstruos. 

Le abrazaban, le abrazaban tan fuerte que le dolía. Le susurraban al oído frases como salmos que le estremecían todo el cuerpo. Parecían reirse, mofarse de su imagen, pavonearse del miedo que le provocaban. Y ella se tiraba de los pelos sin saber si lo hacían sus manos solas o guiadas por aquellos. Clavó la cabeza al suelo y regó su cara con su llanto. Sus montruos seguían danzando a su al rededor...