Vació la botella de Tanqueray y quiso ver todo verde a través de ella. La vista se la nublaba el alcohol que había bebido buscando ahogar su pena.
Alrededor todo le agobiaba. El mundo no le convencía. Sólo quería ser ciega pues no veía más que aquel rostro en su cabeza. Le sobraba el olfato pues solo alcanzaba a recordar su olor. Hasta prefería el timbre de su voz por encima de toda la música que siempre le había evadido.
Nada tocaba, sólo buscaba su piel. Y todo lo que comía parecía no saberle a nada. Eran sus besos los que envolvían su gusto.
No necesitaba a nadie. O en realidad si.
¿Y él? ¿Qué sería de él? ¿Quizás la recordaba entrelazándose con él bajo las sábanas? Ella sólo quería saber si en la distancia también él podía sentir sus besos. Le había besado como jamás había besado a nadie. Le había devorado con ganas de que su piel quedara marcada pero no más que su corazón. Quiso asegurarse de acelerarle el pulso hasta meterse en la zona de los recuerdos imborrables. Quiso conseguir que su cabeza se olvidara de todo para que su corazón pudiera hacerle hueco. Quizás lo consiguió.
A través de la botella y a pesar de la vista nublado, los recuerdos eran nítidos. La imagen perfecta. Los sonidos de respiraciones entrecortadas eran tan uniformes que formaban una melodía perfecta. Su perfume salía de dentro de aquel trozo de cristal verde hasta sus nariz. Hasta su cabeza. Y lloró hasta caer dormida.
Al despertar encontró su recuerdo mojado de lágrimas pero todo se tornó sonrisa. Aquella voz que tenía metida en el alma, le prometió amarla para siempre. Y fue aquel sonido el que limpió su cara, alzó su cabeza, le dibujó una sonrisa y la puso en marcha.
Recordó que sólo tenía que esperar un poco, pero sería feliz para siempre.
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